Te
levantas una mañana y de repente todo ha cambiado, lo que parecía rosa, es gris
y lo que era gris ha cogido un color más oscuro que el que solía tener. Cuando
sales a la calle solo eres capaz de ver una sola calle que te lleva en la misma
dirección, estás rodeada de paredes, no hay ninguna salida, ni tan siquiera un
cartel donde puedas hacer un cambio de sentido.
Sigues caminando por la misma
carretera y esperas que, al menos, ese camino te lleve a un laberinto, eso
daría emoción, pasión y te llenaría de ese peligro que tanto ansías, te daría
una comparación de la repetición del mismo camino que llevas recorriendo
durante tantísimo tiempo.
Impensadamente, ya no eres tú
la que está en ese camino, ese camino se te ha metido dentro, lo llevas en la piel,
te has pasado tanto tiempo dentro de él que empiezas a normalizar, lo que hace
un tiempo, era imposible que consideraras tu rutina. Te has mimetizado de tal
forma que ya no buscas un cambio de sentido, solo la flecha que te lleve hacía adelante.
Pero... ¿Realmente la buscas o tienes miedo de buscar otra señal?
Y es cuando llega, te sientas, hastiada,
sin poder seguir caminando, llevas demasiadas heridas y no eres capaz de
reconocerte, y al apoyarte en una de esas paredes tan angostas y lúgubres,
empiezas a girar la cabeza y al mirar detrás de tu espalda ves otro camino, ese
que llevabas años buscando pero que creías que no existía y te das cuentas que
hay más posibilidades, hay vida fuera de ese camino al que te habías resignado.
¿Sabes por qué lo has visto ahora?
Ahora has madurado, estas capacitada para ver otras opciones que te ofrece la
vida, estás cansada de la simplicidad de tus días, has aprendido tanto en esa
carretera que te has preparado para salir, para arriesgarte, para jugártela.
Ahora sí, ahora has vuelto renovada.